EVANGELIO





DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 22,15-21

AL CÉSAR LAS COSAS DEL CÉSAR, Y A DIOS LO QUE CORRESPONDE A DIOS
El santo Evangelio nos coloca en una situación de aparente paradoja. Acompañamos a Jesús y estamos atentos a la respuesta que él dará a los fariseos quienes buscan entramparlo con una sutil pregunta cuya respuesta no cabe doblez. Al menos eso es lo que se aprecia en un inicio. La pregunta es: ¿Debemos pagar el impuesto al César o no? Pero la respuesta de nuestro Señor será maravillosa: Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Muchos han visto en esta frase el fundamento por el cual la religión no es compatible con la vida del orden social, llamado política. Muchos han apelado a esta historia referida en el santo Evangelio para alegar una separación tajante entre la opción y vivencia de fe del ser humano como individuo religioso, y la vida mundana seglar que muchas veces se opone al criterio de la Iglesia. Pero estas opiniones, en su mayoría, provienen de personas que conocen escasamente la enseñanza de la Iglesia o hacen una libre interpretación del texto.
Recordemos que la Iglesia, por institución divina, la conforman clérigos y laicos. Ambos son fieles cristianos de la Iglesia de Cristo, con diferentes funciones pero con una misma misión: anunciar y construir el Reino de Dios. Pero -y esto no es difícil de entender- el Reino de Dios tiene que crecer y florecer en este mundo en el cual vivimos todos. Así dar al César implica trabajar por el orden social y el bien común, anunciando la verdad del hombre y denunciando aquello que lo denigra. No está desligada de la función propia de la Iglesia pues es parte de su misión. Los clérigos desde una manera peculiar, desde la sagrada función ministerial que no se reduce única y exclusivamente a celebrar la Santa Misa, sino en ayudar al Pueblo de Dios a mantener la coherencia unitiva del hombre que va a misa y a la vez es padre o madre de familia con una profesión u oficio determinados; y los laicos desde dentro del ordenamiento social, implicado en el gobierno y en sus funciones “porque a ellos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios…” nos lo recuerda el Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium 31.
Entonces dar al César implica no desentendernos del ordenamiento social sino trabajar porque este ordenamiento sea cada vez menos injusto; mas eso se logrará dando a Dios lo que le corresponde esencialmente ¿Qué le pertenece a Dios? La respuesta es una: el ser humano, imagen y semejanza suya; ese ser humano que se organiza en sociedad para el bien común; ese ser humano que muchas veces pierde el sentido de su vocación inicial que es la santidad. Porque Jesús nos dirá que para dar a Dios lo que es suyo debemos dar al prójimo aquello que le corresponde como si eso que damos fuera para nosotros mismos, porque cómo puede uno decir que ama a Dios a quien no ve y no amar a su prójimo a quien si ve.
Cumplamos nuestra función en este mundo trabajando honestamente, siendo buenos vecinos, cuidando la creación, atendiendo sin privilegios y discriminación, evitando y denunciando la corrupción que genera pobreza, ser promotores de una sociedad que vive en paz; etc., y a la vez identificados con la fe que profesamos, siendo testigos de Cristo y promotores de su Evangelio, pues el trabajo es sagrado y fuente de santificación, la vecindad es lugar privilegiado de acogida del Evangelio, la atención al público como funcionario o gobernante es motivo para practicar la justicia y promover la paz cristianas, etc. Entonces daremos al César lo que es suyo y Dios lo que le es propio.
Colaborador: P. Oscar Muñoz Ramirez

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DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 22,1-14

BANQUETE DE BODAS: ESPACIO DE ALEGRÍA Y DE CONFRATERNIDAD
Jesús cuando habla de la vida eterna no nos dice qué es exactamente, sino que usa comparaciones con las cuales nos facilita asimilar en algo esa realidad, porque en sí no estamos capacitados para poder entenderlo con exactitud, por eso es que usando las parábolas nos dice que se asemeja a un gran banquete de bodas donde encontramos un espacio de alegría, de confraternidad, de amistad y de compartir en abundancia. Sin embargo participar de este banquete descrito es necesario, como condición primera, estar invitados, cosa que ha realizado Dios con toda la humanidad porque Él es quien ha extendido dicha invitación a todos los hombres, se consideren estos buenos o malos.
Vemos entonces que Dios ofrece a la humanidad participar del banquete de bodas al invitarlos, mas el ingresar a esta fiesta, ser partícipe de ella, queda en la libre elección y voluntad de los hombres. Entonces la condición segunda es que siendo invitados, podemos responder libremente a tan magno detalle inmerecido. Con esto no podemos ser indiferentes ante tal actitud de Dios, pues en realidad se expone a que lo rechacemos. Y es que el ser humano puede auto excluirse, puede libremente decidir no participar de tal precioso don, pero esa posibilidad no es total ya que en estos dos mil años de Iglesia muchos nos han precedido con su participación en este banquete divino, celebrando y gozando de la dicha del Novio junto a aquellos que han respondido del mismo modo y en espera de nuestra decisión para que podamos también ataviarnos con el vestido de fiesta.
La figura o imagen del banquete se convierte, así mismo, en una ocasión maravillosa para llenarnos de ilusión y revestirnos del hombre nuevo, según Dios y no a mi manera. Así es como Jesús prepara a sus discípulos cuando les dice: “ámense los unos a los otros como yo los he amado” y hacer eco de esta petición de amor es asistir, hacerse presente y portar el traje de fiesta. Esto significa, del mismo modo, tener una postura de madurez y de rectitud, una disposición interior y de conformidad con la voluntad del Padre, y no una actitud vacilante ni relativista que no sólo nos impide encontrar el camino que conduce al Reino sino que impide a otros localizarlo porque desdibujamos la ruta y desanimamos el sólo intento. Madurez, decisión clara, no con resignación sino con alegría, con ilusión como ya dijimos, porque eso es el Reino de Dios.
Nosotros tenemos nuestra misa, nuestra eucaristía, que es prenda de vida eterna e instituida por Jesús el Hijo de Dios, conocida también como memorial, sacrificio y sacramento, la Cena del Señor, Banquete Eucarístico. Celebrar este acontecimiento de comunión es entrar en intimidad con Dios y con la comunidad de creyentes para festejar la vida. Esta celebración por tanto debe ser –de hecho lo es- pre anunciación del banquete eterno que el Señor expuso por medio de la parábola y en cuyo desarrollo nos advertía sobre la posibilidad de rechazarlo o creer que participando de ella, sin la debida conversión, creamos ser capaces de poder burlarnos y pasar inadvertidos al presentarnos sin el compromiso vivencial que se requiere como requisito inevitable con el cual ser hombres nuevos, y entonces el Señor, que es misericordioso pero también juez, juzgue considerados indignos. Por eso preparémonos convenientemente en el fortalecimiento de nuestra fe y con obras buenas, promoviendo el bien y rechazando el mal.
Y este mes del Señor de los Milagros y de San Francisco de Asís nos da la posibilidad de avanzar en la configuración con Cristo de un modo especial. Acerquémonos pues con humildad, con la verdad de lo que somos nosotros mismos, para que Dios nos otorgue ese traje anhelado que nos permita quedarnos en el Reino. Por eso oremos diciendo como el Hermano de Asís: “Señor hazme un instrumento de tu paz, que allí donde haya odio siembre yo tu amor”. Hay que asistir a la celebración de la eucaristía dominical con la esperanza de que un día participaremos del convite eterno en el domingo sin ocaso.
Colaborador: P. Elías Zavaleta.


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DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 21, 33-43

LA VIÑA ENTREGADA AL NUEVO PUEBLO DE DIOS

El mensaje espiritual que nos comunica la liturgia de este domingo tiene como escenario un viñedo; recordemos que las uvas y el vino eran elementos básicos de la “canasta familiar” del pueblo de Israel.
La parábola de la viña, que propone a nuestra consideración el evangelista Mateo, es una síntesis de la historia de la salvación desde la alianza del monte Sinaí hasta la fundación de la Iglesia por Jesús. No olvidemos que a través de esta imagen del viiñedo, el profeta Isaías hizo un impactante contraste entre el amor infinito de Yahvé y las repetidas infidelidades del pueblo elegido. Yahvé esperaba de su pueblo dulces frutos de justicia, pero los resultados fueron muy diferentes.
Pero recorramos juntos y atentamente el texto de la parábola de Jesús.
Empecemos por la descripción de la viña que hace el evangelista. ¿Qué encontramos allí? Es fácil interpretar el lenguaje simbólico: el propietario es Dios, la viña es Israel, los viñadores son los dirigentes de la comunidad, los siervos enviados por el propietario son los profetas.
Dios envió a los profetas para que orientaran a la comunidad en momentos particularmente difíciles de la historia de Israel. Las relaciones entre los profetas y la comunidad fueron complicadas porque habían sido enviados para denunciar comportamientos que estaban en abierta oposición con la voluntad de Dios que quiere misericordia. Estas denuncias les acarrearon persecuciones que condujeron a los profetas a la cárcel, al exilio e incluso el martirio.
Según el texto de la parábola, el dueño de la viña envió tres delegaciones: las dos primeras estaban integradas por sus empleados, y la tercera fue encabezada por su hijo. Al reflexionar sobre estas tres delegaciones, nos llama la atención, en primer lugar, la insistencia del dueño; y también sorprende el maltrato creciente con que fueron recibidos los enviados.
Cuando la parábola afirma que la viña será alquilada a otros viñadores, se apunta a una realidad totalmente diferente; los otros viñadores serán un pueblo nuevo, no ya condicionado por la pertenencia a una raza, sino por la aceptación libre de la salvación revelada en Jesucristo. Se pertenece a este nuevo pueblo de Dios por la fe que acoge la persona de Jesús Resucitado.
Si leemos esta parábola teniendo a nosotros mismos como protagonistas, podremos reconocer que muchas veces nos hemos sentido incómodos cuando, queriendo vivir el evangelio, la sociedad nos abruma con cuestionamientos que nos señalan una actitud alejada de los nuevos valores que pretende instaurar la neo-ilustración y el consumismo, declarando al Evangelio como un paradigma de vida anticuada y cavernícola que reprime al hombre en su libertad. Mas, como cristianos, sabemos por experiencia vivencial que la fe en Cristo no nos aleja de la realidad sino que ha sido y es fuente de conversión y de verdadero sentido vital para la humanidad. Testimoniar al mundo nuestra fe implica exponernos a ser atacados y ser tildados de ilusos, de vendedores de ilusiones. Si no veamos cómo todos los días es atacada la Iglesia para silenciarla ante la actitud equívoca de muchos intereses egoístas.
Pues, hermanos, que sepamos tomar conciencia de la oposición creciente que suscita el mensaje de Jesús en la sociedad y sobre todo que vivamos alegres de ser parte del nuevo Pueblo de Dios que se extiende a toda la tierra con la contundencia del carisma del amor, un Pueblo de Dios diferente a todos los pueblos, pero a la vez cercano y abierto a todas las culturas.
Colaborador: P. Gilmer Máximo Trujillo Blas


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DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO
 21, 28-32

LIBRES PARA ELEGIR TRABAJAR EN EL REINO DE DIOS

El mensaje de este domingo invita a todos los cristianos a vivir conforme a su identidad en el seguimiento a Jesucristo. El proyecto de amor de Dios para cada uno de nosotros aparece bajo la imagen de un pedido, de una sugerencia. Somos libres, podemos contestar “si o no”.
La aplicación de la parábola, se refiere ciertamente al comportamiento de los jefes judíos, representados en el segundo hijo. El hijo primero está representando a todos aquellos que, ante la predicación de Juan, llegaron a una sincera conversión y cambiaron de vida; y entre éstos había publicanos y mujeres de mal vivir.
Jesucristo ya había acusado muchas veces la hipocresía de los escribas y los fariseos. Sin embargo ellos se jactaban de su santidad, de sus oraciones, ayunos, que no tenían ningún valor ante Dios, pues lo hacían para ser vistos y alabados por los hombres. Ellos tienen lindas palabras para Dios, pero sus obras son malas y no cumplen su voluntad. Y el pecado más grave que tienen es rechazar a Cristo y estar planificando la manera de acabar con él. Y por otra parte, son inmisericordes con los pecadores y sienten desprecio por ellos. El señor tiene la valentía de decirles a la cara que son más agradables a Dios las mismas prostitutas y publicanos pecadores, que se convirtieron con la predicación de Juan. Les dice que estos entrarán en el reino de Dios antes que ellos.
Esta parábola tiene una gran aplicación en la vida de todos los cristianos. La vida cristiana no ha de ser una vida de formalidades exteriores y de apariencias. Ha de ser una vida cristiana fundada en una verdadera fe que se manifieste a través de las buenas obras. El cristiano ha de esforzarse siempre por cumplir la voluntad de Dios.
Los evangelios nos narran que fueron muchos los pecadores que acudieron a la predicación de juan bautista y los que recibieron con sinceridad el bautismo de conversión, mientras los jefes judíos se opusieron a su actividad profética.
En la vida pública de Jesús encontramos muy frecuentemente encuentros del Señor con los pecadores. Y detalladamente se nos habla de la conversión de una mujer pública pecadora que, postrada a los pies de Jesús, manifestó su profundo arrepentimiento y recibió de él el perdón. Así mismo, se nos narra la conversión de unos de los jefes de publicanos, llamado Zaqueo, que con profunda sinceridad se arrepintió de sus pecados y se convirtió al Señor que llegó a devolver todo lo que había robado y dar a los pobres.
Aquellos pecadores siempre tuvieron una actitud de escucha de la palabra de Dios y su corazón estaba abierto a la gracia de Dios. Correspondieron a esa gracia, se convirtieron con sinceridad al Señor, y recibieron el premio de la promesa que entrarían en el reino de Dios.
Esta promesa de cristo se dirige a los pecadores que con humildad y arrepentimiento confiesen sus pecados. En un momento se puede reparar toda una vida de pecado y cambiar el destino de condenación por el destino de la salvación. Las palabras de Cristo y su actitud, siempre llenas de bondad y de misericordia, es una continua llamada al pecador para que se convierta y viva.
Aprendamos de aquellos pecadores del tiempo de Cristo que, aunque en su vida hubo rebeldía contra Dios como la del hijo primero de la parábola, después se convirtieron y merecieron el premio del Reino de Dios. .
Lo más importante es la decisión personal, por eso el mensaje de Jesús tiene una actualidad espectacular. Nos enfrenta con nuestra responsabilidad personal. Somos libres de elegir lo bueno o lo malo. Esta libertad nos hace responsables. Pero en esta batalla, el Señor no nos deja solos: él es misericordioso y recto, muestra el camino a los extraviados y guía a los humildes para que obren rectamente.
Todos tenemos un pasado. Cada uno conoce el suyo, pero para Dios, lo fundamental no es de dónde venimos, sino hacia dónde vamos; nunca es tarde: siempre podemos cambiar. El hecho de decir que somos seguidores de Cristo, no nos salva automáticamente, sino en dar una respuesta hecha acción.
COLABORADOR: P. Javier Cisneros Quezada.



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DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 20, 1-16

¿POR QUÉ TOMAS A MAL QUE YO SEA BUENO?

Es éste un gran pasaje del evangelio, que puede confundir a primera vista. Habla de contratar trabajadores, pero no se refiere al desempleo. Según las prescripciones del AT, el salario por un trabajo debía pagarse el mismo día y en tiempos de Jesús solía ser un denario por una jornada de sol a sol. Para ello, el patrón, que representa a Dios, manda a su mayordomo que pague a los empleados, con una consigna: en orden inverso al de comienzo, es decir, empezando por los primeros. Es entonces cuando se da el supuesto agravio comparativo del que se quejan los que empezaron primero: ellos habían soportado el peso del calor desde el principio, y han recibido lo mismo que los últimos. No obstante, la réplica del Patrón es inapelable –desde el punto de vista del contrato, no del trabajo-: no les da menos de lo prometido. Toda la tensión hubiera podido evitarse si se les hubiera pagado primero a ellos. Es decir: parece una provocación premeditada por el Patrón, que busca alentar una falsa esperanza, la de que ellos recibirían más, para luego frustrarla sin piedad. En otras palabras: el Patrón, que es Dios, tiene una importantísima corrección que hacer a aquellos que piensan tener ante Él derechos, según los cuales gozarían de un favor especial para con Él.

En aquel tiempo, Jesús dirige aquella parábola a los fariseos, pero hoy día esta misma parábola nos confronta a todos, para corregir aquella lógica humana según la cual Dios paga (o castiga) a cada persona según los méritos (o deméritos) que ésta hace. No es ése el Padre que Jesús ha experimentado tan profunda y conmovedoramente, sino un Dios que llama a todos y nos ama gratis, rompiendo nuestros esquemas humanos y nuestras medidas miopes y tacañas: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Esta es pues una gran parábola sobre el amor desconcertante de Dios, por lo que podríamos titularla también: el Amor desconcertante de Dios, que tiene medidas distintas de las nuestras y es diferente de cuanto podamos imaginar.

“Así los últimos serán primeros, y los primeros serán los últimos” Sentencia final que parece referirse a los judíos, primeros en ser llamados, que se convierten en últimos cuando les puede el orgullo y creen tener privilegios, frente a los paganos convertidos, que comprenden y acogen el amor salvador y desmedido de Dios –como lo hicieron con Jesús tantos publicanos y pecadores, ante la crítica y desprecio de muchos fariseos y “gente de bien”. Pero a la luz de la parábola podemos comprender que para Dios precisamente no hay ni primeros ni últimos, pues Él espera a cada uno con los brazos abiertos las 24 h. del día, como el padre del hijo pródigo, y es nuestro egocentrismo lo que nos lleva a diferenciar últimos y primeros (entre los que, ¿cómo no?, solemos estar nosotros). 
“Yo quiero igual a todos mis hijos”, solemos escuchar a mamás y papás, y nos sonreímos porque sabemos que no puede haber dos personas iguales, y por eso tampoco se les trata exactamente igual. Pero comprendemos el mensaje: no importan los defectos de los hijos, sus padres les quieren porque son sus hijos, no porque se porten mejor o peor; y saberse así de amados es lo que les hace madurar. Por eso, el mayor premio para los hijos es escuchar “tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”. Lo recordamos, ¿verdad? Son las palabras que escucha el hijo mayor en la parábola del hijo pródigo. Los trabajadores que se quejan en la parábola de hoy se parecen mucho a aquel hijo mayor, que le reclama a su padre acoger tan espléndidamente al que se había comido sus bienes con prostitutas, mientras a él no le había dado nunca un cabrito para comérselo con sus amigos, a pesar de servirle muchos años “sin desobedecer nunca una orden suya” (Lc. 15, 29). El mayor premio, el único premio, la dicha verdadera es Dios mismo, Él es el verdadero denario, no importa cuando lo alcancemos, -a primera hora o al final de la tarde-: Él no puede dividirse, no sabe darse por partes, Él se da siempre por entero, y sin distinciones, a Él no le desanima nadie, y nada –ni nuestros pecados- es mayor que su capacidad de esperar y amar. Qué pena que nos empeñemos en medirle con nuestra corta medida humana; ojalá nos dejemos liberar de tanta estrechez contemplando su desconcertante amor, que nos repite: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”
Colaborador: P. Aitor Esteban Águeda FJ

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DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 18,21-35


APRENDER A PERDONAR DESDE LA EXPERIENCIA DE DIOS

Un día Jesús nos enseñó a que nos fijemos en sus actitudes diciendo “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”. Hoy día nos da una muestra de su enseñanza con la parábola del hombre que no perdonó a su prójimo.

El relato se inicia ante la pregunta y autorrespuesta de san Pedro a nuestro Jesús: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas de mi hermano? ¿Hasta siete veces?”. Ante tal condición limitativa y muy humana, muy nuestra, Jesucristo responde con la historia de un hombre que debía una elevada cantidad contra su Señor, y además dicha deuda era evidentemente impagable por todos los medios, incluso si diera la vida propia y la de sus seres queridos, pues perdiendo lo que posee como propio, como existencial, no bastaba para finiquitar la cantidad adeudada.

Este hombre usa una estrategia como último recurso pues sabe que su Señor es piadoso, misericordioso; sabe que su Señor lo conoce muy bien y –esto es lo mejor- confía en él. Se tira al suelo como señalando su indignidad, su pequeñez, y además entre llanto suplica un tiempo de gracia para poder acumular la cantidad debida y cancelar todo. Pero el Señor sabe que eso es imposible y sabiéndolo, desde su misericordia, se apiada y le condona lo debido; en otros términos, es el Señor el único capacitado para pagar, para cancelar y liberar al hombre de tal situación. Y lo hace.

En la vida ordinaria nos sentimos agobiados ante aquello que nos presiona, nos ata, nos complica la libertad; y tenemos la experiencia de la benevolencia humana que nos deja meditando sobre los motivos que movilizan a alguien tal actitud. Pero la meditación no dura tanto como la felicidad experimentada y eso es lo que nos enseña a ser también generosos con alguien, eso es lo que nos enseña a ser agradecidos.

Sin embargo Jesús es realista y nos desvela la actitud terrena de la cual está lleno el corazón humano, pues el hombre, a quien su Señor le perdona cuanto debía, no sabe experimentar el gozo liberador sino que se queda complacido con un alivio sensitivo que así como aparece tiende a desaparecer. Por eso es que al encontrarse con aquel que debiera mirar como prójimo, el hombre que le adeuda una cantidad ínfima, posible de pagar en determinado tiempo, no sabe ser paciente porque no ve a un prójimo sino a un ser distinto y distante; no es capaz de recordar el temor sentido ante su Señor y menos recuerda el alivio experimentado porque todo quedó en una sensiblería que no permitió la configuración con la actitud misericordiosa del Amo. Por el contrario lo agarró del cuello y casi lo ahogaba, y en su furia codiciosa lo mandó a la cárcel.

Hermanos, un corazón agradecido es un corazón fructífero, un corazón que late con la misericordia vivida, es un corazón capaz de condolerse del que sufre, es capaz de recordar que todo aquello que se haga con el prójimo se lo hace al mismo Señor que con nosotros está y muchas veces no somos capaces de conocerlo

“¿No debías también tú tener compasión de tu compañero como yo tuve compasión de ti?” nos dice el Hijo de Dios que se encarnó y compartió la suerte nuestra, sobre todo las compartió con nosotros las consecuencias del acto humano. Sus palabras no pueden dejarnos indiferentes. Hay que caer en la cuenta que Jesús nos advierte y nos revela que el perdón no es un trámite sino una interiorización, no es un lujo sino una virtud vital que hay que saber acoger y hay que saber dar.
San Pedro había dicho: “Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas de mi hermano? ¿Hasta siete veces?”. Le diremos, no Pedro, sino siempre; porque la deuda que nos agobiaba y esclavizaba ha sido cancelada. Aunque se podría decir que la misericordia nos ha vuelto a endeudar, pero ahora la deuda es liberadora y a la vez es un don, porque aquello que sólo Dios puede hacer lo ha dado a los hombres, nos ha dado a todos nosotros. Que sepamos configurarnos con Jesucristo, Amor y perdón.
Colaborador: P. Abelardo Carrera Abanto.

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DOMINGO XXIII DEL TIEMPÒ ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 18,15-20


LA CORRECCIÓN FRATERNA EN LA COMUNIDAD
Dios dispuso que no estemos solos, quiso que viviésemos  en comunión unos con otros, con el vínculo del amor, sobre todo en la familia y en la comunidad eclesial. Jesucristo nos enseña cómo debemos tratar a la persona que nos ofende. Sin duda alguna, él sabe que nuestras actitudes, equívocas muchas veces, no tienen la claridad y la certeza, sobre todo cuando la ofensa es tan grande. Porque humanamente ante una falta contra nosotros por lo general actuamos y después analizamos si aquella actitud nuestra fue la acertada o no. En vano son los consuelos cuando caemos en la cuenta que pudimos actuar mejor.
Pues bien, en la vivencia comunitaria, la pauta de la ley del amor al prójimo la da Jesús y no es pura teoría, sino con el testimonio vivencial ¿Qué debemos hacer ante una situación de ofensa? Primero acercarse a hablar con la persona para hacerle ver no tanto el mal que hizo sino el daño que causó en la amistad recíproca, en tus sentimientos, en la comunión, etc. ¿Por qué acercarse y manifestarle el daño que causó su actitud? Para que caiga en la cuenta que toda relación armoniosa entre humanos tiene su fundamento en la común unidad, porque cuando se rompe la comunidad entonces prolifera la dispersión de rencores, rencillas, resentimientos, odios, y cuantos males podemos enumerar.
Debemos caer en la cuenta que Jesús no pide llamar la atención delante de todos los demás quienes también pudieron sentirse ofendidos, sino que nos pide seamos caritativos porque así reflejamos nuestra condición de cristianos, nosotros no podemos ventilar la falta o estigmatizar de indigno al hermano. Sin embargo, cuando el ofensivo no quiere aceptar o reconocer la falta provocada, entonces la situación debe ser tratada con dos o tres personas más que tenga capacidad de arbitrar con prudencia en el caso. Esto es necesario sobre todo cuando juzgamos al hermano en un estado de prejuicio porque de antemano ya hay un juicio condenatorio. Jesucristo nos dice que solamente si asume una actitud de rebeldía entonces, sólo entonces, se convoca a la comunidad para que ella vea la solución al caso.
¿Y si el ofensor tampoco quiere nada con la Iglesia? Pues no queda otra que tratarlo como un pagano ¿Y cómo se trata a un pagano? ¿Cómo tratamos a un rebelde de la comunidad? Pues como nos enseñó nuestro Señor: con Caridad. Así es, porque entonces deducimos que no conoce al Dios liberador de la esclavitud del error. Nuestra misión es enseñarle quién es el motivo de nuestra alegría y por qué lo es.
¿Con qué herramientas contamos para este propósito? Pues con la oración. La comunidad no puede ser indiferente a la rebeldía de un hermano que intenta romper la comunidad con sus ofensas a Dios, al prójimo y a él mismo. Ya vimos que todos deben tratarlo como pagano, como alguien a quien hay que anunciar la Buena Nueva; pero si no hay la oración, si no nos unimos para pedir a Jesucristo por el hermano ¿de qué Fe hablamos? Pues donde están dos o tres reunidos en mi Nombre, -dice el Señor- allí estoy yo, en medio de ellos. Si no hay oración el actuar nuestro, no podrá ser luz, sino una sombra que oscurece más la imagen del liberador, que disipa la figura del Buen Pastor que va en busca de la oveja perdida.
Que no nos precipitemos en nuestro actuar ante la mala conducta del hermano porque no estamos libres de cometer alguna imprudencia. Debemos tratar a los demás como nos gustaría que nos traten. La indiferencia genera el refuerzo de hábitos dañinos y cuando menos lo imaginamos hemos perdido a uno de la grey. Sin embargo, nuestro deber es encontrarlo. Allí radica la fuerza y la nobleza de su identidad cristiana de la comunidad. Busquemos la fuerza de la comunidad.
Colaborador: P. Rudy Castro Ferrer.
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DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 16, 21 – 27



EL QUE QUIERA SEGUIRME QUE SE NIEGUE  ASÍ MISMO



Este pasaje de Mateo se encuentra entre dos acontecimientos trascendentales muy conocidos: la profesión de fe de Pedro, “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”; y la transfiguración de Jesús. Él, después de haber escuchado la reafirmación de fe de los apóstoles, decide ir a Jerusalén para estar con el pueblo de Dios y compartir con ellos sus alegrías, sus sufrimientos, etc.

Aparentemente este pasaje parece contradictorio, porque Jesús sabiendo que iba a sufrir decide ir a Jerusalén; sin embargo no va en busca del sufrimiento sino que va movido por el inmenso amor que tiene para con su pueblo, va en busca de sus hijos. En nuestros días también sucede algo muy parecido, Jesús viene constantemente a nuestro encuentro a compartir nuestros problemas, a socorrernos, a escucharnos, a fortalecer nuestra vida. Pero sucede que en muchas ocasiones no lo aceptamos y en otras no nos damos cuenta; a pesar de eso Jesús está siempre con nosotros.

El Evangelio nos narra que los apóstoles lo reconocen como Mesías, pero como un Mesías salvador y liberador político, un Mesías terrenal, por eso cuando Él agrega que iba a padecer ante el sanedrín, morir y resucitar al tercer día, trata de eliminar de la mente de los apóstoles todo prejuicio de un Mesías político y social; e intenta que ellos vean un salvador espiritual, un Padre bueno y lleno de misericordia.

Estos prejuicios se ven claramente en la actitud de Pedro, que estaba decidido a hacer hasta lo imposible para evitar todo sufrimiento de su Señor, al decir ¡lejos de ti, Señor!, de ningún modo te sucederá eso. Actitud totalmente contraria a la respuesta de Jesús, que dice sin titubear ¡quítate de mi vista, Satanás!. Sobresale aquí algo sorprendente, pues el mismo Pedro, en quien Jesús había depositado su confianza para el cuidado de su Iglesia, se convierte en el secuaz de satán. Esto también sucede con personas que confiamos plenamente, sobre todo cuando somos orgullosos y autosuficientes. Mas, Jesús actúa para sacarnos de nuestro error.

Esto es clave en la segunda parte del evangelio, donde el Señor nos invita renunciar a nosotros mismos. La negación de sí mismo, no significa renunciar a un bien o cosas buenas que nos ayudan a ser felices, sino afirmar que uno mismo no es nada ante Dios. El negarse a uno mismo afirma que el valor verdadero y permanente de cada persona, trasciende o está más allá de nuestra vida presente, remite a la persona hacia la eternidad.

Entonces, cargar con la cruz (vicios del hombre y desgracias naturales) es sobrellevar sin desánimo y con esperanza todo dolor y dificultad que brota de los pecados del mundo. En este sentido cargar con la cruz de cada día es “convivir” con las asperezas o dificultades cada día sin desanimarse y sabiendo que todo lo que hacemos lo hacemos por amor a Dios. Porque la cruz de un cristiano no es una cruz de dolor, nosotros por ningún motivo buscamos el sufrimiento, sino que nuestro ser cristianos nos impulsa a buscar el amor de Jesús. Lo más importante y esencial del cristianismo es la ley del amor a Dios, al prójimo y a uno mismo.
Pidamos al Señor para que cada día nosotros tengamos la firmeza de fe que tuvo Pedro, por encima de nuestras debilidades, y así reconozcamos a Jesús como único Dios verdadero; también para ser instrumentos que permitan, a cuantos se relacionan con nosotros, indicar el camino a Dios y no obstáculos que impiden acercarse a Él. Y por otro lado invoquemos a Jesús, nuestro Salvador que nos conceda la fuerza necesaria para renunciar a todo lo que nos impide acercarnos a Dios, y vivir con esperanza y alegría nuestra fe.
Colaborador: P. Reymundo Iraita Ruiz
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DOMINGO XXI DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 16,13-20

“QUIEN DICEN USTEDES QUE SOY YO”
En una oportunidad me pidieron llevarle la Santa Unción y la Comunión a una señora enferma. Mientras íbamos en el carro, la hija me contaba sobre la situación de su mamá: “mi mamá tiene cáncer terminal a los huesos. Hace una semana que ha salido del hospital de Neoplasia y los médicos calculan que tal vez le queden solo unos tres meses de vida. Ella sabe todo esto que le cuento, padre”.
Ante tal situación yo me preparaba para afrontar las circunstancias porque imaginé una mujer muy triste, muy desesperada y angustiada al saber la terrible enfermedad que padecía y el poco tiempo de vida que le quedaba. Sin embargo mi sorpresa fue grande cuando ingresé a su habitación, pues encontré a una mujer tranquila, sentada en su cama, rezando el santo rosario. Y más sorpresa me causó todavía cuando le pregunto: ¿Cómo se siente? Y me responde sonriendo: “mal, pero bien”. Entonces le vuelvo a preguntar ¿Y cómo es eso? ¿Qué ha hecho para estar así tan sonriente? A lo que ella me contesta: he realizado dos cosas Padrecito. ¿Cuáles?, insistí para obtener respuesta clara, y me dijo: “lo que hice en primer lugar es unir mi dolor, mi cáncer, mi sufrimiento, a la pasión de Cristo y usted sabe que Él no debía experimentar ni un sólo sufrimiento porque no cometió ningún pecado; en cambio yo sí sufro con razón porque soy pecadora, pero le digo padrecito, Cristo no sufrió por las puras. Él ofreció su Cruz, su Pasión, su dolor, por usted, por mí, por todos. Así, también, yo no sufro por las puras. Y la segunda cosa que yo he resuelto hacer es ofrecer mi cáncer, mi dolor, por dos cosas: por la paz del Perú y por el futuro de mis hijos. Padrecito desde que yo hice esto ya no sufro, ya no siento dolor porque mi medicina es Cristo Jesús”.
Qué gran testimonio el de esta señora enferma que responde a la pregunta de nuestro Señor Jesucristo: “¿Quién soy yo para ustedes?”.
La pregunta de Jesús ha estado y siempre estará vigente para todos, sobre todo para nosotros quienes confesamos nuestra fe en Jesús. Y la respuesta nuestra tiene que ser como la de esta señora enferma, es decir, desde nuestra propia experiencia y no desde algo que hayamos aprendido de memoria en el evangelio o en el catecismo, debemos saber decir a la humanidad quién es el que da sentido a nuestra vida y a nuestros sufrimientos.
Precisamente Jesús pregunta a sus discípulos ¿Quién dicen ustedes que soy Yo? y hace la interpelación no dentro del templo, sino en zona de peligro, en una zona pagana. Es allí, como se dice popularmente, donde las papas queman, donde se puede manifestar mejor la sinceridad y autenticidad de nuestra fe porque es fácil ser cristiano cuando todo nos va bien.
Al leer el evangelio de hoy, nos percatamos que Pedro responde a la pregunta del Señor al profesar su fe en Jesucristo como Mesías, y ante esta afirmación Jesús funda su Iglesia sobre Pedro (que significa Piedra), convirtiéndose en el primer Papa. Este texto de Mateo es considerado como la partida de nacimiento de la Iglesia Católica, la que a su vez puede ser comprobada por la Historia, porque desde Pedro hasta Benedicto XVI han transcurrido 265 Papas.
Bien hermanos que nuestra vida sea hoy el mejor testimonio de respuesta a la pregunta que Jesús no ha cesado de hacernos. Paz y Bien para todos.
Colaborador: P. Inocencio Pusma Ibáñez
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DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 15,21-28

LA PROMESA DE VIDA ES UNIVERSAL
Los dos domingos anteriores nos han presentado a Jesús centrado en su comunidad, la Iglesia. Una muchedumbre hambrienta, satisfecha por la multiplicación de los panes, y unos apóstoles angustiados en plena tempestad y luego calmados por Su palabra: “Ánimo, soy yo, no tengan miedo”
Hoy cambia el panorama, y nuestra visión se centra en la comunidad que va en a barca con el Señor ¿Hasta dónde ha de llegar esa comunidad cristiana? ¿Se reducirá al Pueblo escogido por Dios o se ampliará a otros pueblos? Ya las dos lecturas de este domingo nos sugieren una respuesta. En la primera lectura, Isaías anuncia que Yavé abre la puerta del Monte Santo y de la Casa de Oración también a los extranjeros. Y en la segunda lectura, san Pablo se ocupa del grave problema de la situación de Israel en el plan de salvación. Esto se puede resumir en que la incredulidad de los judíos ha favorecido la conversión de los paganos a la fe cristiana, pero sin quitar la restauración final de Israel.
Con el relato de la mujer cananea, procedente de la tierra pagana de Tiro y Sidón, que busca a Jesús y le suplica por la salud de su hija endemoniada, nos remite a contemplar al Señor afrontando el problema del “exclusivismo” frente al “universalismo” de la fe. Punto de partida para la futura acción misionera de san Pablo con judíos y gentiles.
Recordemos que Jesús se sitúa en una postura muy similar en otra ocasión frente a otra mujer, crudamente si se quiere pero con un final feliz. Nos referimos al encuentro ante su Madre María en las bodas de Caná, donde le dice: “Mujer aún no ha llegado mi hora”; y ahora frente a esta mujer cananea en el pasaje de san Mateo, al dirigirse con estas palabras: “sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. La comparación viene a que sin embargo la conclusión es idéntica en las dos escenas, porque Jesús satisface a ambas mujeres: el vino corre en la boda cuando la madre ordena: “hagan lo que Él les diga”, y el mal espíritu deja libre a la hija de esta mujer cuando responde: “también los perritos comen las migajas de la mesa de sus amos”. Y la alegría vuelve a los dos hogares con las palabras de nuestro Señor: “Mujer, qué grande es tu fe”
Para entender bien este pasaje es bueno comprender la coherencia del relato, construido enteramente desde la perspectiva de la Buena Noticia del Reino de los Cielos. Jesús se muestra como un judío y nos enseña que quiere seguir el plan de Dios, llevando primero la salvación a los hebreos y después a todos los hombres sin cerrar las puertas a nadie sino abriéndolas a todos como lo logró con la mujer cananea.
Para llegar a solucionar la dificultad creada por muchos judíos convertidos al cristianismo en los comienzos de la Iglesia, que era la de aceptar a los gentiles en la fe, lo cual originó discusiones y enfrentamientos, tuvieron que celebrar un Concilio en Jerusalén. Esta situación nos plantea a nosotros la necesidad de revisar nuestra relación con los demás. No en teoría sino en Verdad ¿Pues, somos capaces de aceptar a todo el mundo como hermano o es que hacemos muchas distinciones? Aquí se toca el punto crucial, la promesa de Vida es para todos los seres humanos porque todos somos hijos de Dios y si Él nos acepta como sus hijos, debemos mirar a los demás como hermanos nuestros, sin particularismos.
Por eso Cristo centró toda su enseñanza en ubicarnos en el Reino de los cielos. Qué hermoso será vernos a todos los hombres alabando al Señor por toda la eternidad en una plenitud de amor. Que esto sea nuestro gran anhelo.
Colaborador: P. Demetrio Pflucker OCD.

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DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO: EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO 14,13-21

“En medio del viento y las olas impetuosas que nos envuelven surge la voz de Cristo: no tengan miedo”.

Después de la multiplicación de los panes, Jesús ordena a sus discípulos embarcar e ir a otra región y despide a la muchedumbre, el Hijo de Dios, en continua unión con su Padre, siente la necesidad de consagrar horas a la oración; cuánto más necesario será para todos los cristianos, y de manera especial, para el apóstol, la vida de oración intensa y frecuente. Y como Cristo, encontraremos en la oración el medio más eficaz para superar las tentaciones, y buscar claramente la voluntad de Dios y encontrarla.
Viento turbulento, olas impetuosas y miedo envuelven la escena evangélica. Pero, al silbido del viento, y al hundirse de Pedro en el agua y en la muerte entra la voz serena del Cristo: “Coraje, soy Yo, no tengan miedo”. El evangelio llega a ser el signo de un encuentro de Cristo, con su Iglesia en dificultad y con “poca fe” representada por su portavoz Pedro.
Se desata la tempestad en el lago y los apóstoles  estaban sin el Señor, y estaban angustiados. Pero esta angustia significaba una falta de fe. ¿No creían que el Señor a distancia conocería todo lo que estaban sufriendo y que vendría en su ayuda? No lo creían, pero así era en realidad. El Señor debió de estar horas en oración con su Padre, y en esa oración contemplaba también las vicisitudes de sus apóstoles; pero deja que sean probados.
Sólo después de Pentecostés comprendieron los apóstoles que el Señor les acompañaba siempre y que estaba presente, aunque no físicamente, en todas sus tribulaciones. Esta es la enseñanza que debemos aprender todos los cristianos. No dudar nunca de que el Señor siempre se preocupa de nosotros, y que no hace falta su presencia física para venir en nuestra ayuda. Tempestades y vendavales siempre han de sobrevenir en la vida de todo cristiano; pero con fe en el Señor, acompañados del Señor, siempre podremos superar esas tempestades y vendavales.
¿Seremos capaces de creer y fiarnos de Cristo y escuchar siempre de sus labios estas palabras: "¡Animo! que Yo soy; no temáis"? En toda situación en que nos encontremos, por difícil y angustiosa que sea, Cristo está presente, y lo que permita que nos suceda será siempre fruto de amor y providencia para con nosotros.
En este pasaje del Evangelio, Pedro revela todo su carácter impetuoso y osado. Jesús manda a Pedro que vaya hacia él sobre las aguas. Pero Pedro deja de mirar a Jesús y mira el mar encrespado a su alrededor. Titubea en su fe y empieza a hundirse. Y sólo encuentra su salvación en la oración que exclama: "¡Sálvame, Señor!". Y el Señor, infinito en su amor y condescendencia, extendió la mano diciendo: "Hombre de poca fe; ¿por qué has dudado?". Esa misma mano hacia Pedro, no es solo su salvación sino la nuestra. Cuánto simbolismo tiene esta escena aplicable a la Iglesia y a cada uno de los cristianos. Jaculatoria infalible para todos: "¡Sálvame, Señor!".
Orígenes de Alejandría de Egipto uno de los primeros  teólogos cristianos, entre el s II y III decía: “Si un día nos encontráramos de pronto con inevitables e implacables tentaciones recordémonos que Jesús nos ha obligado a embarcarnos y quiere que solos lo precedamos sobre la rivera opuesta. Cuando en medio de las tempestades de los sufrimientos, habremos pasado tres cuartas partes de la oscura noche que reina en los momentos de la tentación, luchando lo mejor posible y, vigilando para evitar el naufragio de la Fe, estemos seguros que al llegar el último cuarto de la noche, cuando las tinieblas estarán lamentablemente avanzadas y el día cercano junto a nosotros llegará el Hijo de Dios, para hacer el mar benigno, caminando sobre las olas. Y también nosotros caminaremos con El sobre las hondas de las tentaciones, del dolor y del mal”.
Creer en Jesús es creer en él como el verdadero Hijo de Dios, igual en todo al Padre, infinito en su omnipotencia, sabiduría y amor. Y consiguientemente, vivir en un total abandono en su Providencia, sin que haya nadie ni nada que pueda quitar de nosotros la absoluta confianza en él.
Colaborador: P. Adolfo Guevara

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Domingo XVIII del Tiempo Ordinario: Evangelio según san Mateo 14,13-21

"DENLES USTEDES DE COMER"
En los domingos anteriores, la Palabra de Dios nos había manifestado, en bellas parábolas, lo que Dios es en sí: Amor que espera y busca ser encontrado porque es nuestro bien. Nos había hablado que el Reino es el lugar donde crecen el trigo y la cizaña juntos, y desde su amor quiere calarse en nuestro ser para que seamos fecundos y demos los frutos que espera encontrar en nosotros desde Su Iglesia donde estamos llamados a dejarnos cultivar por sus manos y así germinar desde Él. Luego, la Palabra de Dios nos remitió a comprender y a descubrir que el Reino de Dios no solo es dejarnos cultivar para ser buena semilla sino también es el tesoro más grande en la vida que permite ser encontrado, deponiendo actitudes para vender todo lo que poseemos con el fin de conseguirlo.
Ahora, el Señor nos habla en Su evangelio, con entrañas de misericordia y de solidaridad, que no seamos insensibles e indiferentes con aquel que sufre; pues ser buen trigo tiene como objeto ser buen pan, buen alimento de Dios. Y poseer el tesoro encontrado no implica acaparar sino saber compartir, saber darse. Por eso dice a sus discípulos,  cuando estos piden al Señor despedir a la gente que venía a escucharlo y a ser curada: “No tienen por qué irse; denles ustedes de comer”. Porque todo cuanto Él nos ha revelado y ha hecho de nosotros, tiene como objetivo el poder tener la fuerza y la sabiduría necesarias de incorporar vitalmente su Palabra en nosotros como muestra de credibilidad en Él, como muestra de Fe en Jesús. Ser pan, tener el tesoro y ahora saber dar, saber darse, es posible sólo en un lugar: la Eucaristía, primicia bella del Reino de Dios.
Hermanos, ese “denles ustedes de comer” que no saben cómo llevar a cabo los discípulos, se lleva a plenitud en el “mandó a la gente que se sentara en el pasto. Tomó los cinco panes y los dos pescados, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los entregó a los discípulos. Y los discípulos los daban a la gente”. Una vez más, es Jesucristo el protagonista principal de todo el bien a los hombres, y nosotros sólo hacemos el servicio que él nos pide realizar. Pues, Jesús con el gesto de la multiplicación de los panes, está diciendo que este Reino llega, y está urgiendo también a desear este Reino; pero no hay deseo explícito sin participación. Porque participar de este banquete implica, por ejemplo, que uno no se encierre en tener más y más hambres de cosas materiales, sino que se sienta hambriento, al fin y al cabo, de Dios, con todo lo que eso conlleva de desprendimiento de uno mismo y de afán por seguir el estilo de amor que Jesús ha vivido y enseñado. Aprendamos de Él y no temamos ofrendarnos; vivamos de la eucaristía, cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, nuestro salvador, para que alimentados por Él podamos ir por la vida manifestando siempre lo que Él ha sembrado en nosotros, a través de nuestras formas de sentir, pensar, obrar y desear el bien, solo el bien; para poder testimoniar qué tesoro poseemos. Hermanos, seamos expresión viva de la eucaristía porque, como dijo el Beato Juan Pablo II, la Iglesia vive de la eucaristía, principio y culmen de nuestra vida, de cada vida humana. Como sabemos, en cada eucaristía se repite el gesto de la multiplicación de los panes, y es allí donde saciamos nuestro hambre de Dios..
Pues, que el señor nos conceda la gracia de saber incorporar con sabiduría de Dios, todos estos conocimientos que son bendiciones que Él nos deja desde su Palabra, para poder saber mantenernos firmes en la verdad a lo largo de nuestra existencia construyendo el Reino de los cielos. Que María, nuestra Madre Celestial, la oyente pura de la Palabra pura, nos acompañe en este peregrinar de fe.

Colaborador: R.P. Marcial Martínez Alfaro.

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Domingo XVII del Tiempo Ordinario: Evangelio según san Mateo 13,44-52

EL TESORO, LA PERLA Y LA RED
Cuando uno lee las noticias sobre la cotización de los metales, la sorpresa es grande; sobre todo al saber que el precio del oro aventaja a todos los demás. Y quedamos todavía más asombrados cuando vemos que en el Perú su extracción es causa de una inversión cuantiosa, pues muchas empresas mineras invierten millones de dólares en exploración, en instalaciones y en sueldos antes de sacar un solo gramo. ¿Por qué tanto empeño por hallar el mineral en nuestra serranía? Porque los empresarios están convencidos que tras esas piedras, dentro de esas montañas, van a encontrar el precioso mineral que les motiva tantos afanes. Y es que ellos creen que el tesoro está allí, creen en él y lo buscan, creen que va ser hallado y están dispuestos a gastar millones para luego poder sacar cuantioso provecho, pues al final de cuentas, en unos dos o tres años de inversión, la ganancia será mucho más de lo financiado. De un tesoro así, que se le busca por el valor representado y por la ganancia prometida, nos habla Jesús en su primera parábola del evangelio de hoy.
Te has puesto a pensar ¿cuál es el tesoro que tienes en tu vida? ¿Es tu dinero, es tu familia, son las cosas que has acumulado con tu trabajo? ¿Y ese tesoro te motiva a gastar tu tiempo, a invertir tu futuro, tu vida? Jesús nos ofrece un tesoro, un tesoro que vale mucho más que aquel metal buscado con ahínco o de aquellas cosas que hemos conseguido en nuestra vida y, aunque está un poco escondido para éste mundo, se lo puede encontrar. Ese tesoro es el reino de Dios. ¿Y qué es el reino de Dios? Es el amor de Dios presente en éste mundo. El que encuentra a Jesús y descubre que Dios le ama, ha hecho el hallazgo fundamental de su vida. Puede dejar los tesoros de éste mundo para conseguir éste, que es mucho más valioso: Dios y su amor.
La segunda parábola tiene el mismo mensaje: puedes olvidarte de todo lo que tenías antes, si encuentras a ésta perla fina que es el reino de Dios, que es la presencia de su amor en tu vida. Si lo has vivenciado, puedes renunciar fácilmente a todo lo demás, porque habrás descubierto que esta perla es mucho más valiosa que todas las aspiraciones humanas y te va a hacer verdaderamente feliz. Porque Jesús quiere que seamos verdaderamente felices,  y encontrarlo es el hallazgo evidentemente fundamental de nuestras vidas. Es cierto que el tesoro se presenta de manera oculta, mas el esfuerzo por encontrarlo nos llena de alegría, pues entonces es cuando la verdad fluye y hace constar que la esperanza puesta en esta obra no ha sido una ilusión vana ni una pérdida de tiempo ¿Acaso no te sentías muchas veces vacío con los paliativos que te daban los falsos tesoros de éste mundo? Ahora es tu oportunidad y debes saber aprovecharla.
Y la última parábola nos habla de una escena diaria en el lago de Galilea. Dios está pescando con la red y nosotros somos los peces atrapados por Él, quien al sacar la pesca a la orilla empieza a seleccionar aquellos pescados que sirven de aquellos que no tienen utilidad. Procuremos, entonces, ser peces gordos que puedan elegidos por Dios en el juicio final, y no como los peces pequeños que no entrarán al reino de Dios. El pez gordo aquí es el que vive los valores del reino, que responde al llamado de Dios. Pero no olvidemos que recién al final de los tiempos se descubrirá, que clase de peces somos.
Mientras tanto, nuestra obligación es crecer en la fe y en el amor. Hoy día podrías hacer una revisión de tu vida. Pregúntate ¿descubrí algo de la presencia de Dios? Verás que hay huellas que pueden guiarte hacia el gran tesoro. Solo tienes que seguirlas.
Colaborador: R.P. Reinaldo Nann
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Domingo XVI de Tiempo Ordinario: Evangelio según san Mateo 13,24-43
JUNTOS HASTA EL DÍA DE LA SIEGA
Dentro de este discurso en parábola que nos ofrece el Señor en su Evangelio, nos encontramos con una de las más elocuentes alegorías que tratan sobre el Reino de los Cielos: la parábola del trigo y la cizaña. Y, aunque nos duela aceptarlo, habla de la Iglesia.
La parábola empieza narrando que un hombre sembró buena semilla en su campo. El hombre descrito es el dueño del campo. Y sucede que de noche el enemigo sembró cizaña, no cerca del trigo; sino entre el trigo, de tal manera que cuando aparecieron las plantas era riesgoso arrancar la cizaña porque con ella podía arrancarse prematuramente el trigo.
Esto se debe a que la cizaña no es cualquier hierba mala; la cizaña se parece mucho al trigo y germina entre los sembrados; generalmente en los cultivos de la región mediterránea. Es conocida sobre todo por sus propiedades tóxicas, por ello la harina de cizaña no es apta para el consumo humano ya que es venenosa. Es una planta silvestre, es decir, que vive naturalmente en los campos y, lo que es peor, es parásita de los cereales. Y aunque tiene sus espiguillas, no crece más de un metro; por eso sólo se la puede distinguir de entre el trigo, al final de la temporada de cultivo, en el momento de la siega. Esto significa que mientras dure la etapa del cultivo, la cizaña parásita y venenosa crece sin problemas de ser extirpada. Por el contrario, el trigo, que bien conocemos, es un cereal rico en proteínas y con su harina fabricamos posteriormente el pan, el cual es también signo de unidad, de la unidad a la que está llamada la Iglesia.
Queridos hermanos, el mal y el bien crecen juntos. El Señor así lo permite, pero no lo desea. En la perícopa, que hoy nos ofrece la liturgia, los siervos preguntan: “Señor ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?” A lo que el Señor responde: “El enemigo lo ha hecho”. Ciertamente, los amigos no hacen daño, no intencionalmente, pero el hecho de que la cizaña es sembrada por el enemigo deja en claro lo que el mismo Jesús expone: el maligno existe y puede vulnerarnos, pues se introduce en terrenos ajeno para perjudicar a los hijos de Dios. La Sagrada Escritura nos dirá en otra parte: “estad alerta. Vuestro enemigo el diablo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar, resistidle firmes en la fe” (1Pe 5,8)
Como ya afirmamos, esta parábola se refiere a la Iglesia. En el seno de ella crece el trigo y la cizaña. Nosotros le pedimos al Espíritu Santo que nos ayude siempre a ser trigo. Pero estamos llamados a vivir entre la cizaña, aunque sin dejarnos arrastrar por ella, porque eso no sería voluntad de Dios. El Señor le tiene paciencia a la inútil y dañina cizaña, porque puede que quiera convertirse en trigo, y es que nuestro Dios es el Dios de la esperanza. Si somos cizaña por nuestra naturaleza o por la corrupción de la sociedad en nuestro entorno, pidamos al Señor que nos convierta prontamente en trigo bueno destinado a ser alimento y dispongamos nuestro corazón para que su gracia nos transforme por medio de su Palabra y de los sacramentos.
Quizá nos consideramos trigo bueno sin serlo, pero descubrirlo no debe desanimarnos porque si el Señor puede sacar de las piedras hijos de Abraham ¿Acaso dudamos que pueda convertir la cizaña en trigo? El arrepentimiento y la conversión jamás deberán ser arrancados de nuestro corazón. Tú y yo estamos destinados a ser trigo para ofrecer frutos que alimenten la vida de la Iglesia de conversión, de paz, de justicia, de reconciliación, de caridad, de verdad. Que el Espíritu Santo vaya sembrando en nuestro corazón todas las virtudes necesarias para ser auténtico trigo y jamás venenosa cizaña.
Colaborador: R.P. César Iturriate Barrantes.

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